Una historia romántica donde Daniel hará todo lo posible con encontrar a Alicia a través de lo que él una vez llamó: La constelación de Alicia.
Sé parte de esta gran historia y sigue capítulo a capítulo el diario de Daniel en su travesía. (Algunos capítulos contienen canciones inéditas que hacen parte de la historia.)
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Capítulos
Capítulo 5: No quiero ir.
Alicia:
Me iba quedando lentamente sin respiración, y ahora sí me estaba sintiendo enferma. Lo que sentía en esos momentos era indescriptible, como si cargara con un peso sobre el pecho que me impedía respirar y, a la vez, un vacío en el estómago que gobernaba todo mi cuerpo. Creo que era claustrofobia, y el vaivén en que me encontraba era insoportable, pero era la única opción para evitar verlos de nuevo.
Las sábanas me abrazan, abrumándome y haciéndome sentir como si tuviera mil capas de calefacción en una temporada donde con solo una sábana basta para calmar el frío. Me la quito, pero el colchón está igual de caliente, y la angustia no se detiene. Llevo tres días encerrada en mi habitación y ya estoy exasperada, pero es la única manera de no ir al colegio. Además, mi madre dejó la ventana con una pequeña abertura. Quejándome de forma excepcional, le dije que tenía mucho frío, aunque era una vil mentira: fingía tener fiebre, una que nunca existió, pero que representaba como si me quemara con todo su esplendor.
Me revuelvo en la cama y vuelvo a tomar el libro de Don Quijote de la Mancha, abriéndolo justo donde dejé el separador la última vez. La verdad es que no he avanzado mucho; no se me da tan bien la lectura. Prefiero estar en la cima de una colina, retratando cualquier cosa que pase frente a mí, como lo hace mi padre con sus pinceles. A través de ellos percibo ese amargo y suave olor de los óleos y la trementina, que se ha convertido en mi favorito en los últimos meses.
Todo es cuestión de deberes, y este libro lo debía terminar en su primera parte antes del final de la semana. Me sorprendía el nivel de detalle con el que Cervantes se adentraba en la imaginación de Don Quijote. Aquello me llevó a reflexionar: ¿será que él también vio en su momento alguna horripilante visión y la ocultó tras las páginas de este libro tan profundo y extenso, ambientado en un mundo que no existía?
—Si tan solo estuviera vivo y pudiera preguntarle sobre lo que vio y lo que lo llevó a escribir este libro… Quizás sería la única persona que me comprenda —musité, exhalando aire de desesperanza mientras terminaba el capítulo XXV.
—¿Cómo has seguido? —preguntó mi madre entrando a la habitación con una infusión de agua, jengibre, azúcar morena y limón.
—Creo que bien, aunque todavía me siento muy caliente.
—¿Quieres que llame al doctor?
—No, ya iré mejorando poco a poco.
—De todas formas, tengo que revisarte. Mira lo que conseguí anoche.
De uno de los bolsillos de su vestido sacó un termómetro de mercurio. Mi piel se erizó al verlo y me estremecí por completo, como si me hubieran quitado de un golpe cualquier síntoma que sentía.
—Por fin lo encontraste —le contesté.
—En realidad, no. Me tocó ir a una farmacia cercana; no es posible no tener un termómetro en estos casos.
Sonrió de una manera malévola que me asustó, porque no sabía si ya se había enterado de mi actuación.
—Levanta el brazo y déjame revisarte.
No le obedecí. Me rehusé por un momento, pero ella se acercó y trató de levantarme el brazo. Gemí de dolor para que se detuviera.
—No puedo alzar bien el brazo, ma, me duele.
—Aunque te duela, hay que tomar la temperatura. Si no, lo hacemos por la boca.
Con un gesto de dolor y agonía intenté convencerla de que no lo hiciera. Ella me miró, ahora algo enojada, y entendí que mis planes se derrumbaban.
—Tranquila, yo te ayudo.
—Pero…
Estaba a punto de tomarme la temperatura por la boca cuando se detuvo abruptamente.
—¿Sabes qué? Mejor llamaré al doctor para que venga a revisarte. No quiero que te pase nada malo.
—Sí, me parece mejor —le respondí.
—De paso, le diré que traiga una vitamina B para inyectarte; creo que es lo mejor para sanarte pronto.
—¡No! —grité, con una energía para nada similar a la de una persona enferma.
Esa inyección ya me la habían aplicado meses atrás, cuando fingí estar enferma para faltar al colegio. Me dolió tanto que no podía sentarme durante una semana.
Mi madre me observó, decepcionada. Tras unos segundos en los que me sentí intimidada, retiró el termómetro de mi brazo. Me sorprendí, ya que no había sentido el momento en que lo colocó debajo de mi axila. Lo miró y sonrió de nuevo, de esa forma malévola.
—Treinta y seis grados. No es ninguna fiebre.
—¡Qué alegría! Ya estoy bien —dije, haciendo un ademán para nada creíble mientras me levantaba de la cama y tomaba aire fresco de la ventana.
Contemplé el árbol del jardín y las pocas plantas que mi madre había sembrado recientemente para crear su huerta biológica. Pensaba qué otra excusa podría inventar para evitar el colegio unos días más.
—¿Me has mentido todo este tiempo? —exclamó mi madre, tomándome del hombro y obligándome a verla a los ojos.
—Claro que no —respondí de inmediato.
Mi madre suspiró y se sentó en la cama. Luego se masajeó las sienes, cerrando los ojos. No sé si pensaba o evitaba exaltarse. Sentí compasión por haberla hecho reaccionar así. Me acerqué y apoyé mi cabeza en su hombro.
Aquel momento parecía una obra de arte onírica. Nunca había estado a solas con ella en una quietud tan profunda. Ella siempre estaba escribiendo música o dando clases personalizadas. Nunca se había preocupado tanto por mí como en esos días. Supongo que ese fue mi error: las mucamas siempre habían creído mis historias, pero una madre siempre sabe cuándo mentimos.
—¿Las viste de nuevo, verdad? —dijo con serenidad, obligándome a sincerarme.
—Sí…
—Me contaron que el lunes tuviste otro ataque.
—Fue justo cuando jugábamos quemados. No pude evitarlo.
—Por eso llamé al médico ayer. En realidad, no vino por tu fiebre. Revisó tus exámenes para tratar de entender qué te pasa.
—¿Y qué es?
—No lo sabemos aún. Dice que es extraño. Como una parálisis del sueño en los momentos menos usuales. Y esas visiones que mencionas… él no lo puede creer.
Mi madre acarició mi cabello mientras observábamos el sol desvanecerse tras la neblina.
—¿Y tú… me crees? —pregunté, apartando mi cabeza de su hombro para mirarla a los ojos.
—Claro que te creo, hija, pero no lo comprendo aún.
En ese momento, mi padre entró sin avisar.
—Ya es hora de ir a la escuela —dijo mi madre, levantándose con prisa.
—¿Ya estás bien, Alicia? —preguntó mi padre, tocándome la frente.
—Emm… sí.
—Con los medicamentos y la infusión de jengibre, la recuperación fue pronta —respondió mi madre, dejándome perpleja.
Mi padre me sonrió.
—Entonces alístate. Salimos en media hora.
Asentí, mirando a mi madre. Ella me observó unos segundos, sonrió y salió, cerrando la puerta.