LA CONSTELACIÓN DE ALICIA
Capítulo 3: LA CASA EMBRUJADA
Daniel:
Mi reacción fue rápida. Saqué las llaves apresuradamente e intenté abrir la puerta en medio del frío que lo invadía todo, dificultando el proceso porque el gélido ambiente se había apoderado de mi cuerpo. En el primer intento, logré insertar la llave, pero fue imposible girarla; parecía que el frío había congelado la cerradura. Probé una segunda y tercera vez, y al cuarto intento conseguí girar el cerrojo y abrir la puerta, aunque me costó aún más por el peso del metal que la forjaba.
Al entrar, tuve que regular mi temperatura mientras subía las escaleras hacia mi piso, calentando las manos con mi aliento y frotándolas lentamente. Al llegar, abrí la puerta número 15 con suma delicadeza, evitando cualquier esfuerzo innecesario. Esta vez, el primer intento fue exitoso.
Me dirigí a mi habitación, un sitio árido y grisáceo; prefería que no hubiera nada llamativo, nada que me recordara momentos pasados al despertar cada mañana. En el escritorio, saqué el primer cajón en busca de una libreta que había olvidado hacía años. Revolví entre los libros de astronomía que se apilaban allí, pesados y de tapas oscuras, parecidos a biblias. Después de un buen rato, encontré la libreta debajo de uno de esos volúmenes.
Observé la bitácora con recelo, consciente de lo que estaba a punto de hacer. Contemplé la portada marmolada, llena de polvo por el tiempo, y una oleada de nostalgia me invadió al recordar los momentos vividos junto a ella. Retiré la banda que la mantenía cerrada y la abrí en su primera página. Ahí estaba el título: La constelación de Alicia. Debajo, en una caligrafía fina y delicada de color plateado, se leía: Para: Daniel. Esa dedicatoria me conmovió y debilité mientras hojeaba el contenido, buscando una imagen específica de aquel día.
Una gran sonrisa se dibujó en mi rostro al recordar cada línea escrita sobre nuestra relación. Me acerqué a la ventana frente a mi escritorio, que daba a un pequeño parque donde varias familias se reunían, compartiendo momentos con sus hijos. Observé el cielo y traté de buscar la constelación, pero apenas podía ver parte de la luna rosa.
Revisé el libro meticulosamente, buscando un extracto exacto de aquel momento en que definí la constelación. Encontré el párrafo que había escrito junto a ella el primer día que la vimos brillar en el cielo, y una parte en particular llamó mi atención:
«Cada vez que la constelación de Alicia resalte entre los
oscuros cielos de Vacadri, nos encontraremos en el
sitio donde todo comenzó. Allí, nunca nos separaremos.»
Para ese momento, una lágrima diminuta había caído sobre el final del párrafo, difuminando la última palabra: separaremos. No recordaba aquella promesa, un juramento que habíamos hecho de mantenernos fieles a esa cita, pasara lo que pasara. Cada vez que aquella constelación aparecía en el cielo, ella estaba ahí, nunca faltaba a nuestro encuentro en medio del caos de nuestras vidas.
Dejé la libreta sobre el escritorio y me agaché a buscar debajo de mi cama una caja de zapatos. Había muchas, y empecé a buscarlas frenéticamente, sin importar el desorden. El tiempo corría, y sentía el amanecer cerca; no podía perder la oportunidad de volver a verla.
—No puedo perder tiempo, tal vez Alicia esté allí —me dije con una sonrisa que cubría todo mi rostro. La emoción desbordaba de cada poro.
—Pero… ella debería tenerlo… no puedo dejar que se vaya esta vez sin recibirlo —me contradije, tratando de calmar la urgencia de ir al lugar donde siempre prometimos encontrarnos. Habían pasado siete años desde la última vez que la vi. Todo habría sido distinto si aquella noche mis palabras hubieran salido del corazón y no de la razón. Pero ya era tarde.
Finalmente, tras revisar más de veinte cajas, encontré lo que buscaba: un pequeño cofre envuelto como un regalo escarlata, aunque el tiempo había desgastado su color, dejándolo casi gris azulado. Lo guardé en el bolsillo de mi gabán, tomé la libreta y salí apresurado en busca de quien una vez fue el amor de mi vida.
Apresuré el paso por el deteriorado carril de bicicletas y, al fondo, observé de nuevo la luna rosa, que me recordó mi propósito. Abrí la libreta y busqué la página donde había dibujado, con bolígrafo, la constelación acompañada de polvo estelar y nubes decorativas. Elevé la imagen al cielo y observé las dos constelaciones; eran idénticas. No me equivocaba al decir que era la misma que vi junto a Alicia hace once años, un descubrimiento único al que solo nosotros dimos nombre.
Corrí hacia el final del camino, donde estaba la “casa embrujada”, un lugar que nadie se atrevía a visitar en años. La casa, enorme y envuelta en cenizas y musgo por la humedad, contaba con un portón gótico que la hacía lucir inalcanzable. Alguna vez fue un majestuoso castillo que ardió en llamas, llevándose consigo una parte de mi vida.
Corría recordando las incontables veces que nos encontramos frente al gran portón esmeralda, símbolo de poder para los adultos, pero protector de nuestros secretos y testigo de cada promesa.
Corría recordando las historias que imaginábamos sobre nuestro futuro en aquella mansión, decorada con esculturas de duendes y hadas, con paredes marmoladas en tonos pastel y marcos románticos.
Frente a las rejas, ahora de color marrón oxidado y cubiertas con cintas policiales, me sentí agitado; no pensé que el recorrido fuera tan largo, aunque la casa parecía tan cerca. Empujé el portón, que estaba sellado con cintas. Rompí una de ellas con facilidad, impulsado por la ilusión de encontrarme con Alicia de nuevo.
Al entrar, percibí el aroma nocturno, intacto pese a los años y las circunstancias. Contemplé el entorno y evocando recuerdos en cada baldosa, como si mi mente reconstruyera el lugar antes del incendio. La tristeza me invadió al saber que todos aquellos recuerdos habían desaparecido junto con la casa.
Entré en lo que una vez fue la sala principal, un gran salón con una biblioteca repleta de libros de música y arte. Los padres de Alicia eran artistas; uno era pianista y el otro pintor. Decían que era la combinación perfecta para un romance apasionado y persistente. Intentaron inculcarme ese amor por el arte, pero ni la pintura ni el piano eran lo mío; sin embargo, escribí algunas canciones que atesoraron como si fueran obra de su propio hijo.
—Daniel… —una voz susurró mi nombre suavemente, erizando mi piel. Miré a mi alrededor, pero no había nadie.
—Daniel —repitió la voz, causando que mi corazón se acelerara y que empezara a buscar el origen. Estaba seguro de que era una mujer, aunque no sonaba como Alicia.
Exploré la casa, escuchando solo el susurro de los grillos y el viento que rugía con fuerza. Traté de adaptarme a la penumbra con la luz de la luna, que entraba por una gran apertura en el techo, iluminando el salón principal de manera majestuosa.
—¿Alicia? —murmuré, con suavidad, como si ella estuviera frente a mí.
No obtuve respuesta, pero oí unos pasos leves que provenían del segundo piso. Los seguí con cautela, y me crucé con las escaleras en forma de caracol, al estilo medieval.
Subí dos escalones, asomándome para ver el segundo piso. Ahí, contra la luz, se delineaba la figura de una chica que parecía ser Alicia, con un vestido que le llegaba hasta las pantorrillas.
Subí apresurado, sin dudar que era ella. Cada escalón aumentaba mi deseo de abrazarla. La escalera crujía con fuerza bajo mis pasos y el viento rugía más y más, creando una atmósfera ensordecedora.
Al llegar al último escalón, las escaleras cedieron, y caí a un vacío inimaginable. Alcancé a ver los bordados de su vestido mientras caía, y me aferré a la caja que le llevaba. Sabía que podría caer y lastimarme, pero la caja debía permanecer intacta.
No sé cuánto duró la caída, pero los recuerdos de ella inundaron mi mente, y, por un instante, fui el hombre más feliz del mundo, hasta que todo se desvaneció en la inconsciencia.
Interesante el proceso creativo que se evidencia en esta Constelación de Alicia mediante pulsos cortos que van abriendo paisajes de emociones con diferentes experiencias. En estos procesos entre constelaciones les prevengo, hay cuerpos fuera de órbita, erráticos, que nos chocan y nos hacen desistir. Si están alertas y todos los días se impulsan, no habrá choques fatales. Saludo, JE-Cordero-Vi (Bucaramanga, Colombia)
Hola, muchas gracias por el comentario. Saludos igualmente.