LA CONSTELACIÓN DE ALICIA
Capítulo 4: Un nuevo lugar.
Daniel:
Un parpadeo blanco intermitente me sumió en confusión y un mareo repentino. Pasé de estar cayendo en un pozo sin fondo a encontrarme de pie en medio de una cancha de baloncesto que, en ese instante, era escenario de un juego de quemados.
—¡Daniel, cuidado! —me gritó una voz desde un costado.
Lo siguiente que percibí fue una pelota roja de caucho, con pequeñas letras labradas en sus bordes, que crecía rápidamente de tamaño mientras se dirigía hacia mí.
Instintivamente, estiré los brazos y, con toda la fuerza que pude reunir, atrapé la pelota. Un silbato sonó de inmediato. La persona frente a mí hizo una pataleta y, con evidente disgusto, se dirigió hacia el fondo de la cancha para continuar jugando.
Algo llamó mi atención: su uniforme. Era idéntico al del colegio donde estudié, un polo blanco con bordes celestes y un escudo imposible de olvidar. Representaba un águila caricaturesca con un ojo enorme mirando al cielo y una lengua asomándose de un costado, como si intentara ser graciosa. Debajo, un lema bordado con hilos dorados: “Los estudiantes mejor forjados del futuro”.
Al observarlo detenidamente, me di cuenta de lo ridículo que era aquel emblema. Pensar que lo imprimían en enormes banderas y lo grababan en una placa metálica junto a la entrada del colegio con el eslogan en letras enormes me hacía sentir una mezcla de nostalgia y vergüenza.
—¡Daniel, qué esperas! —dijo esa misma voz familiar, una que no escuchaba desde hacía años, pero que me traía buenos recuerdos.
Llevé la pelota hasta la línea límite y la lancé en dirección a Óscar, uno de los chicos que peor me caían en la clase.
El juego recuperó su intensidad. La pelota iba de un lado a otro y, poco a poco, el número de jugadores disminuía: solo quedábamos cuatro de nuestro lado contra seis del equipo contrario.
Mientras esquivaba la pelota que pasaba volando cerca de mí, me detuve un segundo a observar mi entorno. El lugar no era otro que el polideportivo de mi colegio, y todos llevábamos el uniforme de educación física: polo y pantalón corto celeste con el mismo escudo bordado.
Miré mis propios brazos y piernas para confirmar algo extraño: eran delgados y pequeños, como los de un niño.
—¿Es posible que…? —murmuré para mí mismo.
Antes de que pudiera procesar la idea, alguien cayó al suelo con un fuerte golpe.
—¡Matías! —exclamé, reconociendo de inmediato a mi mejor amigo de la infancia. Corrí a ayudarlo.
—Daniel, confío en ti. Solo quedamos dos. Alfredo no cuenta porque ya sabemos cómo es.
—Tranquilo, haré lo posible.
—Recuerda: los diez puntos extra del examen dependen de ti.
Me reí, preguntándome cómo era posible que Matías tuviera tanta fe en mí, sabiendo lo pésimo que siempre fui para los deportes. Había intentado de todo: fútbol, baloncesto, ajedrez… pero mi interés desde niño siempre estuvo en la astronomía, no en las actividades físicas.
—¡Atrapa esto, Daniel! —gritó Laura desde el otro extremo de la cancha. Su sonrisa pícara delataba sus intenciones.
Esquivé la pelota por pura suerte, pero Alfredo, el compañero más intimidante de la clase, no corrió con la misma fortuna. El balón le impactó en las manos y no logró sostenerlo.
El silbato sonó. Me quedé solo en la cancha. Ahora enfrentaba a seis jugadores del equipo contrario, mientras mis compañeros eliminados observaban desde atrás.
Curiosamente, mis habilidades parecían haber mejorado. Tal vez era porque mi mente adulta estaba en el cuerpo de un niño de 13 años. Logré esquivar la pelota con agilidad y, en ocasiones, atraparla para atacar al equipo rival. Uno a uno, los contrarios fueron eliminados, hasta que solo quedaban cuatro, formados en una especie de rombo.
Mientras tanto, mi mente divagaba. Me sentía atrapado en un torbellino de emociones al ver de nuevo a mis compañeros. Daisy, con su cabello rizado y ojos miel, me recordó nuestra amistad que duró hasta que ella decidió marcharse al extranjero. Matías, con su característico corte de hongo, seguía siendo el mismo de siempre. Estudiamos juntos en la universidad, aunque yo abandoné la carrera y él se convirtió en un referente nacional en astronomía.
Y Laura, con su cabello castaño y pestañas llamativas, siempre escribiendo historias de todo lo que sucedía a su alrededor. Nuestra amistad había sido especial, pero la perdí en mi búsqueda del amor.
Después de un rato de juego, ocurrió algo inesperado. La pelota llegó a mis manos gracias a un error del equipo contrario. Lleno de emoción, lancé el balón con toda mi fuerza y eliminé a Carlos, el líder del equipo rival. La celebración estalló en mi equipo, pero algo más llamó mi atención.
El rombo que había formado el equipo contrario ahora dejaba al descubierto a la última jugadora.
Mis pupilas se dilataron y un torbellino de emociones me envolvió. Ahí estaba ella: Alicia.
El mundo pareció detenerse. Mi corazón latía desbocado mientras mi mente intentaba asimilar lo que veía. Pero ella, ajena a mi reacción, simplemente miró hacia otro lado.
De pronto, una pelota me golpeó por la espalda y caí al suelo. Permanecí ahí, inmóvil, mientras el equipo rival celebraba su victoria.
—Daniel, ¿estás bien? —preguntó Laura, corriendo hacia mí con Matías y Daisy.
—No lo sé… ese golpe no duele tanto como verla a ella otra vez.
—¿A ella? —preguntaron al unísono.
Sonreí débilmente mientras mis amigos extrañados por lo que acaba de decir me ayudaban a levantarme. Una mezcla de nostalgia, felicidad y confusión se apoderaba de mí. No sabía cómo explicarlo, pero algo importante estaba por comenzar.