Esta es la historia de un mundano el cual dijo nunca volver a amar,
esta es la historia de la chica que lo buscó hasta el final.
LA CONSTELACIÓN DE ALICIA
Capítulo 1: Lo mejor está por llegar.
Daniel:
El tiempo transcurre, y yo me he quedado atrapado en una sucesión de hechos que parecen no tener final. “Pasado”, lo llaman algunos, pero para mí aquello es una vívida imagen de mi presente.
Las cartas… el beso… sus frías y pálidas manos que me atravesaron sin consentimiento… No lo sé… no puedo imaginar cómo quiero que sea mi futuro si ella no está en él. Todo sería un inmenso vacío que se apoderará y carcomerá mi alma poco a poco.
Lo entiendo, Daniel -comentó un hombre que me resultaba algo desagradable: ojos pequeños, lentes enormes y redondos como el fondo de una botella, y una sonrisa que solo él se creía.
Comprendo lo que me dices, pero esa no era la respuesta que esperaba a la pregunta de cómo te veías en diez años si trabajaras en esta empresa.
Hice caso omiso y me levanté del asiento. Lo miré con desdén y extendí mi mano derecha.
– Gracias por escucharme.
– ¿No quieres el trabajo? Tienes un muy buen perfil. Tienes buena imagen y, aunque no tengas mucha experiencia, se nota que puedes tratar bien al cliente. Lo de la falta de atención puede ser un problema, pero todo tiene solución.
Lo contemplé por unos segundos, tratando de entender si había algún mensaje oculto en sus palabras, pero parecía que hablaba con sinceridad.
Tragué saliva. Me costó un poco, ya que no había bebido agua en toda la mañana, y volviendo mi mano derecha a su posición original, le contesté:
– ¿Usted puede traerla de vuelta?
Me observó con compasión. Si no mal recuerdo, me había dicho que era el gerente de aquel hotel al cual había aplicado; un hotel de cinco estrellas llamado Casiopea, una constelación que siempre me había parecido magnífica por su simplicidad y por ser la más usada para orientarse hacia el norte. No era casualidad que el hotel tuviera cinco estrellas, como las cinco esferas de gases que forman la constelación.
Desde pequeño, casi todas mis decisiones se han visto influenciadas por señales en mi entorno, como aquella vez en la que pensé que perdería uno de mis exámenes de recuperación de matemáticas, una materia con la que nunca me llevé bien…
(Daniel, un joven de catorce años, enfrentándose a su mayor enemigo: el álgebra).
Estaba intentando recuperar uno de los temas que más dolores de cabeza me habían causado: el álgebra. Las letras siempre me han gustado, y los números también, pero verlos juntos causaba en mí un rechazo que no había desaparecido con el tiempo.
Mi hoja destacaba entre las de mis cuatro compañeros por lo limpia que estaba: impecable, sin rayones, una hermosa hoja que aún no había sido mancillada por los tachones de un estudiante de colegio. Del plazo de hora y media que teníamos para completar aquel desafío, solo quedaban diez minutos.
Me acariciaba el cuello con la mano izquierda, palpando mi dedo índice sobre la vena yugular, como si estuviera verificando mi pulso; era una de esas estrategias que había copiado de programas de televisión, esperando captar la generosa ayuda de un compañero en un momento tan crítico, con un examen de respuestas tipo a, b y c. Matías, uno de mis mejores amigos, un chico alto, corpulento, de pelo rizado y aspecto taciturno, estaba sentado justo al lado. Creí que iba a entender mis señales, pero el tiempo pasó y él me miraba sin comprender. Así que recurrí a la clásica técnica de hacer mímica con el número de la pregunta que necesitaba respuesta.
– Uno… u… n…
Un frío recorrió mi espalda al escuchar el agudo sonido de una regla golpeando el borde del asiento detrás de mí. Me detuve de inmediato y esperé el grave sonido de la voz de aquel profesor al que tanto temía.
– Mucho cuidado con lo que hace, Daniel.
Temeroso, bajé la mirada y traté de encontrar ayuda en las frías baldosas de mármol que adornaban ese lugar. Nada sucedió, así que decidí cerrar los ojos unos segundos, rogando a los ángeles por una señal. Mi deseo fue concedido: una ráfaga de viento recorrió el pequeño salón de clases e hizo que el examen de uno de mis compañeros cayera justo a mis pies.
Esa señal me salvó. Y aunque no soy muy sabio, tengo una memoria fotográfica excelente; en lo que tarda un chasquido, el profesor ya había devuelto el papel a su dueño, lanzándome una mirada de desprecio.
Miré al techo un minuto para disimular, y cuando me vi corto de tiempo, llené, casi de un suspiro, las veinte preguntas que me faltaban.
Entregué el examen con una gran sonrisa, y desde ese día supe que debía confiar en las señales. Pero cuando llegó el día de la entrega de resultados, esa sonrisa se borró tan fácilmente como las palabras escritas en la arena.
Saqué un cero. A pesar de haber respondido todas las preguntas correctamente, no había resuelto ningún ejercicio para justificar cada una de mis respuestas.
De vuelta al presente, esbocé una pequeña sonrisa al recordar ese momento mientras salía del hotel, puliendo las suelas de mis zapatos con la alfombra de terciopelo de la entrada. Llegué a la estación de metro, pasé mi tarjeta de transporte y, observando las indicaciones en las paredes del lugar sombrío y caluroso, me dirigí al tren en dirección Amistat.
Había tocado un punto que prefería evitar. La charla con aquel peculiar sujeto en el hotel había hecho que el pasado volviera a mí, algo que no ocurría hacía meses. Con mi psicóloga Brenda, una mujer de unos sesenta y cinco años, esbelta y con un peinado estilo bob, ya habíamos ensayado varios métodos psicoanalíticos para olvidar.
Ella me implantó la idea de que debía “empezar una nueva vida”, y parte del tratamiento consistió en ver la película «Eterno resplandor de una mente sin recuerdos», del director Michel Gondry. Pero el antídoto fue peor que el problema; desde entonces, comencé a buscar sitios donde me borraran los recuerdos como en la película.
Saqué mis auriculares del bolsillo y, mientras los desenredaba, trataba de hacer lo mismo con mis pensamientos. Me torturaba con preguntas sobre cómo pude haber hecho algo para no perderla y cómo podría recuperarla. La última era fácil de responder, pues no hay solución para la muerte.
Un chirrido estridente y unos crujidos metálicos me hicieron olvidar todo por un segundo. El tren había llegado.
Mientras las personas subían y bajaban con una prisa desmedida, como si cada segundo perdido les descontara de su salario, puse una canción aleatoria de mi biblioteca de audio. Para mi infortunio, sonó una maqueta de una canción que escribí cuando estaba enamorado de ella.
A veces nos rendimos,
y pensamos que el mundo nos quiere olvidar…
Pero no sabes que… lo mejor está por llegar…
Esbocé una pequeña sonrisa, pensando en lo tonto que era al estar enamorado; al menos entonces sentía… algo que dejé de sentir hace años.
Subí al vagón y me recosté sobre uno de esos asientos extraños que están en las paredes del tren. Aquella canción la había escrito un día lluvioso en el que ella me dijo que se sentía fatal. La razón… la verdad no la recuerdo muy bien, pero quería ser quien la hiciera olvidar las miserias del mundo.
Lo mejor está por llegar… -susurré, sonriendo irónicamente, pensando en cómo aquellas palabras eran una mentira en mi caso, y menos mal se quedaron en el rincón olvidado de mi móvil. De haberle enseñado aquella canción, me habría sentido peor por engañarla con la esperanza de un mejor futuro.
¡Boom!
Un estallido sacudió el vagón, y enseguida las luces se apagaron.
– ¿Qué ocurre? – ¿Estás bien? – ¡No era de esperar de los trenes de esta ciudad!
– ¿Pero cómo es posible que…? – ¡Mamá, tengo miedo!
– Maldita sea, no voy a alcanzar a llegar a mi cita médica…
– Tranquilo, hijo, no es nada nuevo.
Las voces y murmullos no cesaban en medio de la oscuridad del vagón. La luz comenzó a regresar poco a poco, gracias a los móviles que todos encendían para verificar en redes sociales lo ocurrido y avisar de su paradero. Pero al final, nadie obtuvo respuesta alguna.
Esta muy interesante éste capítulo
gracias 🙂